Robert Sendra

Thursday, May 18, 2006

ENTREVISTA a Federico Fernández, un sin techo de Barcelona

Secretos en la mirada
Federico Fernández, de 48 años, lleva un año y medio buscando trabajo en Barcelona. Mientras, pasa los días sentado en un banco de la plaza de la Biblioteca de Catalunya, escuchando música frente al puerto, o tomando el sol en la playa de la Barceloneta. Hasta el momento, duerme en la Cruz Roja de Poblenou. El futuro es incierto, se presenta esperanzador y a la vez complicado. Por un lado, es posible que Federico por fin encuentre trabajo como cargador. Por otro lado, el plazo que tiene para alojarse en la Cruz Roja finalizará, a no ser que se establezca una prórroga, el día 18 del mes que viene. Gallego de nacimiento, Federico Fernández ha vivido 33 años en París. Hace un año y medio regresó a la Barcelona de su adolescencia. Con una vida tan intensa, no es de extrañar que los recuerdos pesen tanto en él.
Federico se encuentra sentado en el extremo de un banco de la plaza de la Biblioteca de Catalunya con las piernas estiradas y los brazos cruzados sobre su barriga. No parece tener prisa, no parece estar haciendo nada, pero tampoco parece estar descansando; puede que simplemente esté dejando pasar el tiempo. Viste una camiseta azul de manga corta y unos tejanos negros desgastados pero dignos. La gorra amarillenta que lleva puesta le ensombrece el rostro, pero deja ver una pequeña melena encanecida. En la sombra que cruza su cara, destacan dos ojos claros de color entre azul y verde que se desplazan pausadamente de un lado a otro, tratando de saborear en unos instantes lo que la gente que pasa por delante suyo tiene de interesante. A su izquierda yacen un paquete de cigarrillos y un mechero. Más a su izquierda, sobre la arena de la plaza, una mochila impecable que podría pasar por nueva.

Federico ve que nos acercamos a él. Mientras nos lanza una mirada breve pero que aspira a verlo todo, nos dedica una sonrisa educada que, sin embargo, marca distancias. Siente el mismo respeto por nosotros que nosotros por él.

A lo largo de la conversación, Federico se muestra desconfiado. Conserva como auténticos tesoros los recuerdos que se amontonan en su mirada, una mirada que de vez en cuando se pierde y adquiere la expresividad que ha ido forjando una vida de altos y bajos; una vida, en definitiva.

Federico empieza hablando de la zona. Asegura que el ambiente de Barcelona es muy bueno, mejor que el de Madrid. “Por lo menos, aquí tienes playa. Allí solamente tienes montaña”. A juzgar por su piel bronceada, le encanta tomar el sol. Federico afirma que suele acudir siempre al mismo lugar, a la misma plaza: “Estoy aquí desde las nueve de la mañana hasta las diez. Si no, por la tarde, entre las seis y media y las siete”. Cuando se aburre, se dirige a la zona portuaria a escuchar música o a la playa de la Barceloneta. “Pero estoy en la calle, ¿eh?”, especifica, con la aparente voluntad de dejar claras las cosas desde el principio. Sin embargo, por la noche duerme en Poblenou, en la Cruz Roja. El plazo finaliza el día 18 del mes que viene. Luego, si no se lo alargan tres meses más, dormirá en una pensión. Aún y así, no parece demasiado preocupado con la idea de tener que dormir un tiempo en la calle. Federico es una persona que ante todo muestra resignación y conformismo. “La vida cambia: Un día hace bueno, otro día hace malo”.

Nos cuenta que nació en Orense en 1957, que a los cinco años su padre falleció. Su madre se casó con otro hombre. “Siempre me quiso como a un hijo”, afirma Federico. Tiene tres hermanas. La mayor, de 52 años, vive en Francia. Las dos menores viven en Barcelona, una en Sitges y otra en Sant Andreu. Le preguntamos si suele hablar con ellas dos. “Claro, ayer mismo las vi”. A los ocho años se instaló con su familia en Barcelona y empezó a estudiar en una academia hasta los quince, cuando, por motivos de trabajo, su madre se fue a Francia. Él se quedó una temporada en Barcelona con su abuela, pero finalmente también partió hacia París en 1973. Federico se conoce la ciudad francesa “de la A a la Z”. “Llevo ahí más de treinta años; conozco más París que aquí”, asegura. De hecho, Federico lleva Francia en las venas: Se emociona hablando de lugares de París tan pintorescos como Montmatre, y ríe con alegría e inocencia cuando se le escapa alguna palabra, a veces alguna frase, en francés. “A lo mejor sé leer y escribir mejor en francés que en español”, afirma. No es de extrañar, ya que en total vivió 33 años en París.

Federico regresó a Barcelona hace sólo un año y medio para buscar empleo. Le da igual qué tipo de trabajo sea, pero se muestra moderadamente optimista, porque el pasado martes 9 tuvo una entrevista y el lunes sabrá si le dan el puesto. Si todo va bien, se ocupará de cargar y descargar mercancías para una conocida cadena de supermercados.

¿Cómo has vivido durante el tiempo en que no has trabajado?. “Tengo un poquitín de ahorros, como todo el mundo, pero todo se acaba, ¿eh?. Si no vas acumulando un poco, se evapora como el humo. No te das cuenta pero al final dices: ¡Mierda!”. ¿Cómo lo haces para comer?. “Para la comida y el tabaco no hay ningún problema. Pero dentro de poco tiempo, equis tiempo, no lo sé”, responde.

¿De qué habías trabajado en Francia?. “Primero trabajé durante más de catorce años como transportista de mercancías y luego fui jardinero”. “Los diez primeros años tuve trabajo. Después me fui por culpa de una mujer. Era mi jefa, era muy alta. Vivíamos juntos, pero no estábamos casados”. Al parecer, el tema lo incomoda; su mirada se vuelve huidiza.

Federico luce en sus brazos distintos tatuajes. Uno es el clásico “amor de madre”. Otro presenta a una mariposa y el último reza “LVA”. “Tienen muchos significados. Cada una de estas letras tiene su propio significado”, comenta pícaramente, puede que para hacerse el interesante. No parece dispuesto a contarnos lo que verdaderamente significan. Los tatuajes parecen cicatrices de tiempos y sentimientos pasados. Federico aún desconfía de nosotros, pero verdaderamente parece regocijarse por el hecho de que alguien trate de averiguar quién es y qué piensa. Todo el mundo necesita sentirse importante.

Cuando le pedimos que nos enseñe algo más, dice: “El cabaret está cerrado”. Repite la frase en francés, en inglés y en gallego. ¿Tú sabes de todo, no?. “Soy internacional”. ¿Y el catalán, qué tal?. “Un poco. Lo comprendo muy bien, pero hablarlo es difícil”.

Federico nos ofrece un cigarro. La situación complicada que pueda estar pasando no ha afectado a su dignidad y mucho menos a su educación. Rehusamos su invitación, pero él insiste, y de ningún modo permite que le demos nosotros un cigarrillo. La conversación es entrecortada. De vez en cuando, Federico aparta su mirada de nosotros y se fija en la gente que pasa. Deben de ser las cinco de la tarde, y la plaza está a rebosar. De repente, empieza a reír, y esconde la cara entre sus manos, sin poder contenerse. ¿Qué te hace gracia?. “La vieja”, responde, en referencia a una mujer que acaba de pasar.

¿Tienes muchos amigos por aquí?. “No, a mí me gusta la soledad. Tenía una amiga y la perdí. Bueno, ya vendrá otra”. Parece dolido. La amiga a la que hace referencia era alguien muy importante. Muy escuetamente nos cuenta que la conoció de joven, pero que sus vidas se separaron para siempre cuando partió hacia París. “Ahora la veo cada día pero lo que se ha roto se ha roto”, se lamenta. Durante unos instantes, parece que trate de contener las lágrimas. Puede que sólo sea un espejismo.

Federico es, sin duda, una persona inteligente. Sus conocimientos académicos han madurado en el fragor de la vida. De vez en cuando sufre ataques de risa que podrían confundirlo con un loco, pero Federico tiene una clara visión de la vida y, por qué no decirlo, una buena filosofía. Ante la mala temporada que está sufriendo, opina que ya vendrán “cosechas buenas”, y es capaz de fijarse en la desgracia ajena: Se lamenta de la gente que no tiene nada para vivir. Sueña en un sistema sin dinero, pero reconoce que es una utopía imposible.

La conversación se va apagando, los silencios cada vez son más prolongados. Federico pregunta si nos lo hemos pasado bien. Le contestamos que sí y le hacemos la misma pregunta. Nos responde, con un hermetismo forzado e inverosímil, que a él le da igual; pero acto seguido nos pregunta, casi rogándonos, si volveremos. A continuación, nos dice que todo lo que nos ha contado es mentira. Parece poco probable que eso sea cierto, dada la complejidad de su historia y la carencia de contradicciones claras. Sin embargo, la sombra de la mentira pone la guinda al misterio que rodea a Federico, ese hombre con gorra amarillenta que cada día se sienta con sus recuerdos en un banco de una plaza perdida en Barcelona.

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